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Santillana del Mar, un municipio y ciudad compactos enclavados en los confines más orientales de la Costa Occidental de Cantabria, sostiene una población durante todo el año de 4.208 habitantes (INE 2024) dentro de límites que se extienden desde el mar Cantábrico en el norte, a través de colinas onduladas hacia el sur, y colindan con los municipios de Suances, Torrelavega, Alfoz de Lloredo y Reocín; su núcleo medieval, envuelto por una hondonada de suave pendiente que oculta cualquier vista directa al mar, sirve como archivo viviente y centro vibrante para una comunidad cuyo sustento moderno es inseparable de su rico patrimonio cultural.
A menudo llamada "la ciudad de las tres mentiras", Santillana del Mar ha resistido durante mucho tiempo el irónico dicho de que no es ni santa, ni llana, ni contigua al mar; un elogio a su imponente arquitectura más que a su realidad topográfica, pues si bien el municipio propiamente dicho se encuentra bastante tierra adentro, su término municipal roza la costa cantábrica. Este paradójico apodo sugiere ironías más profundas: un lugar cuyo patrimonio religioso, cristalino en sus arcos románicos y tímpanos esculpidos, desmiente cualquier indicio de vacío espiritual; cuya compacta topografía se eleva hacia el cielo en tejados a dos aguas y estrechos callejones; y cuya identidad no se forja por la exposición directa al mar, sino por una constelación de riquezas históricas, artísticas y naturales que se extienden hasta abarcar pinturas rupestres y paisajes costeros por igual.
Declarada Conjunto Histórico-Artístico en 1889, Santillana del Mar ha lucido su legado conservacionista durante más de un siglo, aun cuando la designación no impidió ni frenó un crecimiento cuidadosamente calibrado. En 2013, su inclusión en la Asociación de los Pueblos Más Bonitos de España confirmó lo que generaciones de visitantes ya intuían: que aquí, en calles pavimentadas con adoquines de piedra caliza local y bordeadas de casas con entramado de madera cuyas ventanas con parteluces dan a tranquilas plazas, se encuentra un organismo urbano extraordinariamente intacto. Es esta continuidad —entretejida a lo largo de cuatro siglos de casas nobles, fundaciones religiosas y torres mercantiles— la que transmite una sensación de estancamiento y vitalidad silenciosa.
La narrativa demográfica de Santillana del Mar se desarrolla en incrementos graduales. Tras un mínimo a finales del siglo XV, la población experimentó un ascenso gradual, alcanzando las 1734 almas en 1752 y rozando las 2235 en 1852; sin embargo, desde la década de 1960, el número de habitantes se ha mantenido en torno a unos pocos miles, un flujo y reflujo regulado por el envejecimiento de la población, la disminución de la natalidad y la inmigración selectiva de personas atraídas por las industrias del turismo y el patrimonio. El total actual de 4208 habitantes refleja un delicado equilibrio: suficientes habitantes para mantener escuelas, servicios de salud y un floreciente sector hotelero, pero lo suficientemente pocos como para preservar la escala íntima de la ciudad.
En el corazón de este asentamiento se encuentra su núcleo medieval, organizado en torno a dos vías principales —conocidas como Carrera, Cantón y Río— que convergen en la plaza religiosa, su punto focal. Allí, la Colegiata de Santa Juliana, fundada en el siglo XII, preside con austera dignidad románica; frente a su portal se despliega la Plaza del Abad Francisco Navarro, mientras que un corto paseo hacia el este revela la Plaza de las Arenas, una amplia extensión antaño rodeada de puestos de comerciantes. En el siglo XIV, el ascenso de la ciudad como capital de la Merindad de las Asturias de Santillana impulsó la creación de un segundo foro público —inicialmente denominado plaza del mercado en virtud de una carta de 1209— cuya periferia alberga la estoica Torre del Merino, ahora un depósito de la tradición local, y la almenada Torre de Don Borja, que hoy alberga el ayuntamiento.
Más allá de estas calles concéntricas, separadas por la arteria CA-131, se alzan conjuntos religiosos y mansiones nobles: los conventos de Regina Coeli y San Ildefonso, testigos silenciosos de siglos de devoción enclaustrada; la residencia Sánchez Tagle, con su fachada de piedra tallada con emblemas heráldicos; y Campo Revolgo, un frondoso parque con especies autóctonas que ofrece un contrapunto de soledad. Al oeste, una finca arbolada llamada Avenida de Le Dorat —en honor a la ciudad hermana de la ciudad en Francia— da paso al camping Santillana, donde los viajeros acampan bajo robles cuyas ramas han dado sombra a los peregrinos desde la antigüedad.
Los alojamientos combinan lo rústico con lo histórico. Un albergue céntrico acoge a los peregrinos del Camino de Santiago, mientras que albergues rurales y hoteles familiares animan las estrechas callejuelas con el repique de campanas y susurros de saludo. Entre ellos, destaca el Parador Gil Blas: una posada nacional ubicada en un palacio noble conservado, donde las vigas de madera y las chimeneas de piedra evocan la grandeza de antaño, a la vez que abundan las comodidades modernas.
La economía municipal presenta una clara inclinación hacia el sector terciario (el 55,2 % de las empresas locales), aunque esta dependencia se mantiene ligeramente por debajo de la media regional de Cantabria, del 61 %; la industria contribuye con el 19,9 %, la construcción con el 16,7 % y el sector primario con el 8,1 %, superando cada uno sus respectivos índices de referencia provinciales. Estas cifras ponen de relieve una economía híbrida, que privilegia las actividades orientadas a los servicios, pero a la vez sustenta nichos de producción artesanal, manufactura a pequeña escala y agricultura tradicional.
El turismo funciona como el catalizador fundamental de la vitalidad de Santillana del Mar. Enclavada a tan solo tres kilómetros de la célebre cueva de Altamira, Patrimonio de la Humanidad y considerada la Capilla Sixtina del arte cuaternario, esta localidad ofrece a los visitantes una transición fluida entre los paneles pintados prehistóricos y las vidrieras del siglo XIII. Dentro del centro histórico, la colegiata sigue siendo el principal atractivo, con las columnas de su claustro talladas con narraciones bíblicas que despiertan admiración tanto por su artesanía como por su intensidad devocional. Entre las atracciones complementarias se incluyen un jardín zoológico y botánico de considerable tamaño, donde especies ibéricas deambulan por recintos abiertos y un insectario dedicado alberga enjambres de mariposas seleccionadas de climas dispares, y un conjunto de museos: el Museo de la Inquisición, con su imponente exposición de instrumentos de la época de los tribunales eclesiásticos; el Regina Coeli diocesano, que custodia ornamentos y reliquias litúrgicas; y el Jesús Otero, un homenaje al escultor moderno a través del cual la piedra local y la figura humana encuentran su síntesis.
En el laberinto de callejuelas —aunque aquí se emplea metafóricamente esta palabra para denotar complejidad, teniendo en cuenta las prohibiciones locales—, muchas habitaciones en planta baja se han reconvertido en boutiques que ofrecen especialidades regionales: anchoas de Santoña envasadas en aceite que brilla como ámbar líquido; queso Picón de Tresviso con sus vetas azules entrelazadas con una cuajada cremosa; venado curado, cortado fino hasta alcanzar un intenso tono caoba; y sobao pasiego, un pastel rico en azúcar cuyo aroma impregna las puertas de las tiendas. Junto a ellas se encuentran emporios artesanales, donde el roble y el tejo están tallados en bestias míticas cántabras, con cabezas cornudas y colas serpentinas que evocan el folclore prerromano.
En respuesta a las necesidades contemporáneas, el ayuntamiento ha establecido acceso gratuito a internet inalámbrico en todo el casco histórico y ha prometido conectividad de banda ancha para cada aldea y su circunscripción dentro de su jurisdicción, lo que supone un reconocimiento de que el patrimonio cultural y la inclusión digital no tienen por qué ser incompatibles. Así, se puede examinar un capitel del siglo XIV desde un dispositivo móvil sin sacrificar la intensidad de la señal.
El acceso a Santillana del Mar es sencillo por carretera. La arteria CA-131 conecta la localidad con Barreda, Cóbreces y Comillas, con acceso desde la autovía A-67 Cantabria-Meseta, por las salidas de Torrelavega o Polanco, y desde la autovía del Cantábrico A-8. El Aeropuerto Internacional de Santander se encuentra a unos 24 kilómetros al este y ofrece conexiones nacionales y algunas rutas europeas. Los viajeros en tren se bajan en el Puente San Miguel, a cuatro kilómetros, o en Torrelavega, a diez kilómetros, desde donde los autobuses regionales, sobre todo los de Autobuses García, transportan a los pasajeros a una parada situada justo fuera de la muralla histórica. Las salidas se originan cerca del ayuntamiento, en la Avenida Cantábrica.
Dentro del casco urbano, ningún medio de transporte motorizado iguala el paso del visitante; la compacta morfología de Santillana del Mar, con su pavimento irregular y portales bajos, refuerza el paradigma peatonal. Caminar ofrece momentos de descubrimiento: un dintel tallado por aquí, una fuente cubierta de musgo por allá, una repentina vista de tejados de pizarra contra un fondo de verdes colinas.
La cultura y la fe impregnan cada piedra. La Colegiata de Santa Juliana se alza como un paradigma de la disciplina románica: su fachada, articulada por columnas pareadas que sostienen arcos de medio punto, baña su interior por una suave luz filtrada a través de estrechos vanos. Los claustros adyacentes albergan capiteles esculpidos con motivos bíblicos y marciales, cada uno emblemático del ethos medieval de la región. Cerca de allí, los conventos de las Clarisas y las Dominicas revelan la vida monástica de dos órdenes distintas, con celdas que resuena con el silencio y ocasionalmente canto gregoriano.
Las viviendas nobles, palacios que antaño albergaban a la élite, añaden más textura. Las Casas del Águila y la Parra, ahora reconvertidas en exposiciones, conservan balcones de hierro forjado y escudos tallados; las casas Sánchez Tagle y Bustamante evocan el gusto de los siglos XVII y XVIII a través de sus fachadas ornamentales y sobrios toques barrocos. El Palacio de Velarde y el Palacio de Peredo-Barrera albergan exposiciones de arte en estancias cuyos altos techos y paredes con frescos evocan el mecenazgo aristocrático. La Casa de los Hombrones luce un escudo de armas barroco tan exuberante que parece proclamar, en piedra, las ambiciones de sus antiguos ocupantes. La Casa del Marqués de Santillana vincula la ciudad con el linaje de Íñigo López de Mendoza, mientras que la Casa de la Infanta Paz y la Casa de la Archiduquesa delatan vínculos con personajes reales y con las corrientes más amplias de la política dinástica europea.
Más allá de sus murallas, Santillana del Mar domina un nexo estratégico de destinos. Al oeste, Comillas ofrece florituras modernistas que culminan en El Capricho de Gaudí; al norte, San Vicente de la Barquera se despliega con su iglesia gótica y su fortaleza en la cima de una colina; al noreste, el Parque Nacional de Oyambre presenta un mosaico de dunas, marismas y pinares. El arte rupestre prehistórico resurge en las Cuevas del Castillo, Covalanas y Chufín, mientras que la abadía cisterciense de Santa María de Viaceli, en Cóbreces, es un testimonio de la reforma monástica. Más lejos, La Barca de Calderón y la Torre de Don Beltrán de la Cueva son un guiño a los legados feudales, y el Ecomuseo Saja-Nansa ilustra la interacción entre la ecología de montaña y la presencia humana.
La vida cotidiana se entremezcla con el espectáculo estacional. Un modesto parque zoológico ofrece visitas guiadas donde lobos, osos y buitres ibéricos recorren recintos que imitan su hábitat natural. En un radio de cinco a veinte kilómetros, playas como Ubiarco, Cóbreces, Comillas, Oyambre y Suances invitan a la contemplación del oleaje y la arena. Celebraciones anuales animan calles y plazas: las procesiones de Epifanía el 5 de enero, que recuerdan el paso de los Reyes Magos; un festival medieval cada junio que transforma las callejuelas en teatros al aire libre de pompa y artesanía; la solemne y jubilosa procesión de Santa Juliana el 28 de junio; los ritos de San Roque el 16 de agosto, que combinan penitencia y jolgorio; y la Folía en la cercana San Vicente de la Barquera, una celebración regional de música y festejos comunitarios.
La gastronomía es el pilar de la experiencia sensorial. Los pasteles locales —el sobao pasiego y las quesadas, cuya cremosa miga y sutil dulzor recuerdan a la tarta de queso— se elaboran con mantequilla, azúcar y huevos. Las tabernas ofrecen pintxos de anchoa y platos de cocido montañés, mientras que restaurantes refinados como Los Blasones y Casa Cossio realzan los clásicos cántabros con presentaciones ingeniosas. El Café Concana y la Taberna del Chus, enclavados en el corazón del casco antiguo, ofrecen un agradable respiro tras la exploración. El Parador Gil Blas, dentro de sus muros de época, combina un ambiente patrimonial con menús que yuxtaponen carnes confitadas y productos de temporada. Los precios de las comidas van desde modestas opciones de doce euros —a menudo un contundente guiso o una ensalada de mercado— hasta experiencias gastronómicas que rozan los treinta euros, reflejo de la calidad de los ingredientes y la maestría de la preparación.
Ningún análisis de la convivencia local estaría completo sin mencionar la sidra, la sidra dura por la que es famoso el norte de España. Servida desde lo alto para oxigenar el líquido ámbar, con su arco trazado por las manos de hábiles escanciadores, la sidra encarna la identidad regional. En los bares del pueblo, los clientes alzan sus delgadas copas para evocar siglos de tradición agrícola, y sus voces se funden con el lejano susurro de la brisa cantábrica.
Santillana del Mar emerge así como un lugar de resonancia multidimensional: un museo viviente de piedra y madera, una puerta a las maravillas del Paleolítico, un espacio de memoria religiosa y secular, y una comunidad que equilibra la preservación con las exigencias de la vida moderna. Sus calles invitan a la reflexión; sus plazas enmarcan la historia; sus festivales tejen pasado y presente en un tapiz comunitario. Aquí, se aprende que la autenticidad no se fabrica ni se coopta, sino que se mantiene pacientemente: una herencia confiada a cada generación que recorre estas calles y escucha la silenciosa elocuencia de capiteles tallados, antiguas murallas y el mar lejano.
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