Un pasillo estrecho y tenuemente iluminado en la Ciudad del Vaticano muestra filas de jaulas cerradas con llave, llenas de cajas de cartón con documentos. Un archivista solitario empuja un carrito de archivos entre estantes con barrotes. El aire huele a papel viejo y cera, y el silencio es casi reverente. Este archivo subterráneo, ahora rebautizado como Archivo Apostólico Vaticano, alberga algunos de los documentos eclesiásticos más importantes de la historia occidental. Su contenido abarca desde bulas papales medievales hasta correspondencia diplomática, pero no está abierto a turistas ni a curiosos.
El Archivo Secreto Vaticano se fundó en 1612, pero sus colecciones son mucho más antiguas. Hoy en día, se extienden por más de 80 kilómetros de estanterías y contienen aproximadamente 1200 años de documentos, todos ellos «promulgados por la Santa Sede», en palabras del propio Papa. Entre los documentos más famosos se incluyen la desesperada última carta de María, reina de Escocia, al Papa Sixto V, peticiones de los seguidores de Martín Lutero, actas del juicio de Galileo e innumerables registros papales. El nombre «secreto» (del latín secretum) significa en realidad «privado», lo que indica que se trata del archivo personal del Papa y no de propiedad pública. De hecho, el Papa León XIII no lo abrió a académicos cualificados hasta 1881, tras siglos de secreto.
Incluso hoy en día, el acceso está muy controlado. Un aspirante a investigador debe ser un académico "distinguido y cualificado", afiliado a una universidad reconocida y presentar un plan de estudios claro. Solo unos sesenta académicos pueden trabajar allí diariamente, y cada uno solo puede solicitar unos pocos documentos a la vez. Todo esto significa que, a pesar de su aura legendaria, el Archivo Vaticano no es una atracción turística, sino una bóveda. Ninguna guía turística guiará a los visitantes por sus pasillos, y su catálogo no se publica para su consulta pública. De hecho, muchas secciones permanecen clasificadas por ley; por ejemplo, la mayoría de los registros permanecen sellados durante al menos 75 años después del reinado de un papa.
Los archivos se encuentran tras discretas puertas en el patio del Palacio Apostólico y en el subsuelo; los peregrinos nunca los encuentran por casualidad. Para un visitante común de San Pedro o de los Museos Vaticanos, los archivos son un telón de fondo invisible del gran escenario de la historia católica. Sin embargo, el secretismo solo alimenta la curiosidad. Las novelas populistas y las teorías conspirativas han especulado durante mucho tiempo sobre lo que podría esconderse en estos archivos —desde Evangelios perdidos hasta evidencia de extraterrestres—, pero la realidad es un vasto tesoro de despachos diplomáticos, libros de contabilidad y debates teológicos.
Los historiadores valoran las partes accesibles: en 2008, el papa Benedicto XVI abrió los archivos del Santo Oficio (Inquisición) de los siglos XVI y XVII, y recientemente el mundo vio cómo los archivos del papa Pío XII (1939-1958) finalmente fueron puestos a disposición para su estudio. Estos actos demuestran que la actitud del Vaticano se ha convertido gradualmente en: «Vayan a las fuentes. No tememos que se publiquen a partir de ellas», como dijo León XIII. Por ahora, sin embargo, la gran mayoría de los materiales permanecen tras bóvedas y cámaras, accesibles solo para quienes han obtenido la rara credencial para acceder.
A su manera, el Archivo Secreto Vaticano es un lugar tan "prohibido" como cualquier isla remota o cueva oculta. Su atractivo no reside en la adrenalina ni el peligro, sino en el peso de los secretos y la sensación de que cada carrito de archivos que pasa traquetea carga siglos de historias. Estar ante sus puertas cerradas (como en ese oscuro pasillo de arriba) es estar en el umbral de la historia, donde solo se permite la entrada a la erudición, no al turismo.