Las 10 mejores playas nudistas de Grecia
Grecia es un destino popular para quienes buscan unas vacaciones de playa más liberadas, gracias a su abundancia de tesoros costeros y sitios históricos de fama mundial, fascinantes…
En la costa noroeste de Grecia, donde las escarpadas montañas de Epiro se unen con el brillante borde del mar Jónico, Parga se alza como una reliquia de otro tiempo. Sin ser exactamente una isla ni completamente continental en espíritu, esta ciudad lleva sus contradicciones con gracia. Enclavada entre Preveza al sur e Igoumenitsa al norte, y a solo dieciséis millas de Corfú, Parga no ofrece grandes llegadas en barco. No irrumpe ante la vista con ceremonia. Más bien, se revela lentamente, encalada y bañada por el sol, ascendiendo por una verde ladera en pulcros y pintados escalones, derramándose hacia una tranquila bahía circular como un anfiteatro dedicado al mar.
Durante siglos, la ciudad ha ostentado el título de «Novia de Epiro» y, en ocasiones, de «Novia de los Jónicos», epítetos que, si bien románticos, aluden más a la geografía y la resistencia que a la desmesura sentimental. No es solo la belleza lo que define a Parga, sino la peculiar cohesión entre forma y función: sus calles anfiteatro, sus tejados de tejas rojas encajados uno tras otro como lino doblado, su desafío a las fuerzas históricas que intentaron borrarla.
Desde los estrechos callejones que serpentean por su casco antiguo peatonal, donde el aire a menudo impregna el aroma a pino y sal marina, hasta las tranquilas terrazas con vistas a los olivares que se han establecido aquí desde el decreto veneciano, la ciudad parece susurrar a la vez supervivencia y soledad. Tras su fotogénica serenidad se esconde una rica y a menudo violenta historia, escrita en la argamasa desmoronada de su castillo veneciano y en los polvorientos registros de familias exiliadas.
Sin embargo, Parga nunca estuvo aislada. Aunque se encuentra en tierra firme, su pulso siempre fue marítimo. El mar Jónico, en su plácida claridad, actuaba menos como una barrera y más como un puente, conectando Parga no solo con las islas cercanas, sino también con imperios y ambiciones tan diversos como Venecia, Francia, Rusia, Gran Bretaña y los otomanos. Esta paradoja —la de una ciudad remota e insular que, sin embargo, se encontraba en la encrucijada de las maniobras imperiales— define el ADN histórico y cultural de Parga.
Las raíces de Parga se hunden profundamente en la antigüedad, mucho antes de que su nombre apareciera en documentos oficiales. La región formó parte del dominio de los tesprotos, una antigua tribu griega que aparece con frecuencia en los versos homéricos, conocida por sus cordiales relaciones con el reino de Ítaca. Esta conexión sitúa a la región —si no a Parga misma— dentro de la órbita mítica de Odiseo.
La evidencia física de asentamientos tempranos emerge con mayor claridad en las cercanas tumbas micénicas de tholos. Estas estructuras circulares con forma de colmena, silenciosas y sin adornos, sugieren que la presencia humana en la zona se remonta al menos al segundo milenio a. C. Posteriormente, durante los últimos años de la era helenística, el asentamiento de Toryne ocupó el espacio que ahora ocupa Parga. El nombre "Toryne", derivado del griego "cucharón", hace referencia a la forma de la bahía: una suave depresión excavada en la costa. Este antiguo nombre ha desaparecido desde entonces, reemplazado por "Parga", un término de probable origen eslavo, registrado por primera vez en el año 1318.
Para entonces, la zona había comenzado a adquirir la forma e identidad que hoy conocemos. Pero la Parga medieval, a diferencia de sus antecesores antiguos, era un peón en un tablero turbulento. A medida que el Imperio bizantino se debilitaba, los gobernantes regionales competían por el territorio, a menudo recurriendo a poderosos extranjeros para obtener influencia. En 1320, Nicolás Orsini, déspota de Epiro, intentó ceder Parga a la República de Venecia a cambio de apoyo contra los bizantinos. Venecia declinó. Sin embargo, la ciudad no permanecería fuera del alcance veneciano por mucho tiempo.
Cuando Parga finalmente pasó a manos venecianas en 1401, no fue simplemente adquirida, sino adoptada. La ciudad se convirtió en un enclave de Corfú, gobernada por un castellano que la administraba en nombre de Venecia. Este acuerdo, formalizado por el tratado otomano-veneciano de 1419, marcó el inicio de más de tres siglos de participación veneciana, años que definirían la identidad cívica, la orientación económica y la arquitectura defensiva de Parga.
Para fortificar el asentamiento, los venecianos colaboraron con los normandos de Corfú, reconstruyendo una fortaleza anterior que antaño protegía la costa de la piratería. La versión de la fortaleza que se alza hoy sobre Parga contiene varias capas de estas intervenciones: murallas elevadas, torres ampliadas y cisternas instaladas a lo largo de décadas sucesivas. Incluso el muelle que forma el puerto actual fue un proyecto veneciano, construido en 1572 para mejorar el acceso marítimo.
El dominio veneciano trajo estabilidad, pero también expectativas. La administración impuso el requisito de cultivar extensamente los olivares, una estrategia tanto agrícola como defensiva. Los olivares sirvieron no solo como motores económicos, sino también como un medio para proteger la tierra del abandono. Las almazaras construidas durante esta época siguen visibles hoy en día, algunas conservadas como museos, otras reutilizadas, pero todas ellas un reflejo de una época en la que las aceitunas eran más que un alimento básico: eran el sustento de Parga.
A pesar de las intermitentes incursiones otomanas, sobre todo a mediados del siglo XV, Parga se mantuvo fiel a Venecia. En 1454, el Senado veneciano respondió a la creciente presión otomana concediendo a los habitantes una exención de impuestos durante una década, un gesto que subrayó tanto la importancia estratégica de la ciudad como su precariedad. Una pequeña comunidad judía romaniota apareció en registros de 1496, lo que ilustra el carácter pluralista de la ciudad bajo la tolerancia veneciana.
El siglo XVI trajo consigo nuevas turbulencias. Los rebeldes antiotomanos, bajo el mando de Emmanuel Mormoris, operaban desde Parga y libraban escaramuzas a lo largo de la costa de Epiro. Durante este período, Parga enfrentó conflictos recurrentes con Margariti, un vecino controlado por los otomanos. Sin embargo, a pesar de asedios y escaramuzas, la ciudad persistió, impulsada por su alineamiento con Venecia y su precaria autonomía como aldea cristiana en una región de dominio mayoritariamente musulmán.
La caída de la República de Venecia en 1797 dio inicio a una oleada de ocupaciones extranjeras. Francia tomó el control, otorgando a Parga el estatus de ciudad libre. Los franceses fueron pronto desplazados por los rusos, quienes capturaron la zona en 1799 y la incorporaron a la efímera República Jónica. Esta república, a su vez, cedió de nuevo al dominio francés tras el Tratado de Tilsit en 1807.
Esta segunda administración francesa dejó su huella en el paisaje. Se construyó una fortaleza en el islote de Panagia, la pequeña protuberancia rocosa en la bahía de Parga, como medida de precaución ante la agresión otomana. Las tensiones entre Francia y Alí Pachá de Ioánina se intensificaron durante este período, con ambos bandos maniobrando para ganar influencia en la región. Aunque los oficiales franceses consideraron usar sus tropas albanesas para desafiar a Alí Pachá en tierra firme, sus planes nunca se materializaron.
Tras la caída de Napoleón en 1815, los británicos se convirtieron en los árbitros de los asuntos jonios. A petición de los parganitas, temerosos de las ambiciones de Alí Pachá, se solicitó protección a Gran Bretaña. Sin embargo, dos años después, los británicos decidieron ceder Parga a los otomanos, un acto que ha perdurado en la memoria local como una grave traición. La decisión se justificó supuestamente en virtud de la Convención Ruso-Turca de 1800, que estipulaba que dichos territorios podían ser devueltos a la soberanía otomana.
Para el pueblo de Parga, sin embargo, los argumentos legales eran un vano consuelo. En 1819, prefirieron el exilio a la sumisión. Casi toda la población —unos 4.000 residentes— huyó a Corfú. En un acto de solemne desafío, desenterraron los huesos de sus antepasados y los quemaron, transportando las cenizas e iconos religiosos a través del mar. No se trataba de una simple reubicación; era un cortejo fúnebre por una patria que se negaban a entregar.
Sobre la ciudad evacuada, la fortaleza veneciana se alzaba abandonada: sus torres vacías, sus muros resonando con la ausencia de vida. Durante casi un siglo, la ciudadela vigiló una ciudad que ya no se pertenecía. Había pasado de manos —venecianas, francesas, rusas, británicas, otomanas—, pero nunca perdió el carácter distintivo que la geografía, el clima y la perseverante voluntad de su gente le habían dado.
En 1913, tras las Guerras de los Balcanes y la exitosa anexión de Epiro por parte de Grecia, los parganitas exiliados regresaron. Pero su regreso no fue un jubiloso regreso a casa. La fortaleza había sido profanada. Alí Pachá, durante su breve reinado, había instalado un harén dentro de las murallas. Los ciudadanos que regresaron lo derribaron piedra a piedra, en un acto de purificación simbólica.
Desde entonces, Parga nunca ha vuelto a someterse por completo al dominio extranjero. Soportó las convulsiones del siglo XX, incluida la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial, y poco a poco se transformó, no como un campo de batalla, sino como un destino turístico. Hoy en día, el turismo impulsa la economía local, y la disposición en forma de anfiteatro de la ciudad y sus brillantes playas atraen a visitantes que buscan algo más tranquilo que las islas griegas, más comercializadas.
Pero detrás del color y la calma se esconde una ciudad construida no sólo sobre piedra, sino sobre principios, donde el exilio fue preferido a la rendición y donde el mar siempre ofreció paso y protección.
Pocos episodios del pasado de Parga están tan profundamente grabados en la identidad de la ciudad como el éxodo masivo de 1819. Traicionados por los británicos, vendidos al Imperio Otomano sin su consentimiento y ante la perspectiva de someterse a Alí Pachá —cuyo brutal gobierno era notorio incluso en la inestable región del Epiro otomano—, los habitantes de Parga tomaron una decisión trágica y decidida a la vez.
En lugar de vivir bajo el dominio otomano, casi 4.000 habitantes partieron en masa hacia Corfú. La evacuación fue ritualista y simbólica. El Viernes Santo, al son de las campanas, las familias parganas exhumaron los restos de sus antepasados de los cementerios locales. Los huesos fueron incinerados, y sus cenizas se almacenaron junto a iconos y reliquias sagradas, formando una caravana del recuerdo que flotó hacia el oeste a través del mar Jónico. No fue una migración en busca de oportunidades, sino un retiro sacrificial: un esfuerzo por preservar la identidad y la fe ante la percepción de profanación.
Durante casi un siglo, Parga fue un asentamiento espectral, con su fortaleza veneciana vigilando un puerto vacío y viviendas cerradas. Alí Pachá instaló un harén en el castillo, un acto considerado tanto una declaración política como una indulgencia personal. Esta afrenta no hizo más que ahondar la amargura de los exiliados.
Cuando Grecia logró la victoria en las Guerras Balcánicas y Parga se incorporó formalmente al estado griego moderno en 1913, los descendientes de aquellos parganitas originales regresaron. Su regreso no estuvo marcado por el triunfo, sino por un tranquilo y arduo ajuste de cuentas con las cicatrices de la traición. La fortaleza había sido profanada; los ciudadanos que regresaban retiraron piedras en un esfuerzo simbólico por borrar el recuerdo de la ocupación otomana. Y, sin embargo, la estructura permaneció en pie: en ruinas, desgastada por el clima, pero aún conservando su lugar sobre la bahía.
La moderna Parga se aferra a su escarpado terreno como la hiedra. La ciudad se extiende como un anfiteatro desde el castillo veneciano hasta el mar, con su disposición escalonada de tejados rojos y fachadas en tonos pastel que evocan una cultura mediterránea más comúnmente asociada con las islas griegas. Y, sin embargo, es inequívocamente continental: accesible por carretera, delimitada por la montaña y el mar, arraigada en una historia compleja, distinta del ideal cicládico.
Lo que distingue el carácter urbano de Parga no es solo su arquitectura, aunque su estética es impactante. Es la forma en que se utiliza y configura el espacio: estrechos pasajes flanqueados por muros de piedra, callejones escalonados donde el aroma a orégano se filtra desde las ventanas de la cocina, plazas sombreadas por árboles centenarios donde los ancianos hablan en voz baja mientras toman un café amargo. El pueblo se resiste a la expansión urbana; su geografía lo impide. Todo se curva, asciende y regresa.
En el corazón del casco antiguo se encuentra una zona peatonal donde los automóviles son indeseables e innecesarios. Los visitantes que llegan en coche deben dejarlo en las zonas de aparcamiento designadas y continuar a pie. Esta desaceleración forzada invita a la inmersión. El único ritmo apropiado en Parga es el humano: mesurado, observador y sin prisas.
A pesar de su modesta población, Parga recibe un número considerable de visitantes estacionales. El turismo es ahora el principal motor económico, pero a diferencia de muchos otros asentamientos costeros transformados por completo por la demanda turística, Parga ha conservado un sentido de continuidad. Los olivares aún definen la tierra tanto como el mar. El cultivo del olivo, introducido y obligatorio durante el dominio veneciano, sigue siendo un medio de vida para muchos. El conocimiento generacional, en este caso, nunca se perdió ni por el exilio ni por el desinterés.
El Castillo Veneciano sigue siendo el monumento más imponente de Parga. Accedido a pie por un sinuoso sendero empedrado bordeado de buganvillas y algún que otro gato, la fortaleza es hoy un monumento hueco: piedra y cielo, arco y eco. Su estructura original data del período normando, con importantes reconstrucciones llevadas a cabo por los venecianos en los siglos XV y XVI. Las troneras de los cañones aún apuntan hacia el horizonte. El musgo se adhiere a las almenas fracturadas. El aire huele a sal marina y tomillo.
Desde sus murallas, se despliega toda la ciudad: muros encalados, tejados de tejas, el destello de los barcos pesqueros amarrados y, más allá, el mar Jónico extendiéndose hacia Corfú. Esta perspectiva revela lo que los venecianos ya sabían: Parga no era solo una fortaleza local. Era un punto estratégico en una frontera disputada entre imperios, religiones y rutas comerciales.
Sin embargo, mucho más antiguo que la fortaleza es el registro arqueológico que rodea Parga. Las tumbas micénicas tholos —cámaras funerarias con forma de colmena excavadas en la roca— dan testimonio de su presencia aquí desde al menos el segundo milenio a. C. Los tesprotos, una de las antiguas tribus griegas a las que Homero hace referencia con frecuencia, habitaron esta costa. Sus interacciones con Ítaca y Odiseo están registradas en versos épicos, aunque con más licencia poética que detalles empíricos.
Toryne, la ciudad helenística que antiguamente ocupaba este sitio, obtuvo su nombre de la palabra griega para cucharón, aparentemente inspirada por la forma curva de la playa. Aunque quedan pocos restos de Toryne en ruinas visibles, su nombre sobrevive en los textos y la memoria local, formando una capa más en la estratigrafía de la identidad de Parga.
Entre las figuras más controvertidas de Parga se encuentra Ibrahim Pasha, un hombre nacido en una familia ortodoxa griega de Parga, capturado de niño y finalmente elevado al segundo puesto más alto del Imperio Otomano. Su juventud parece una fábula narrada en una corte bizantina: hijo de un pescador, probablemente de habla eslava, secuestrado en tiempos de guerra, educado en Manisa y finalmente entablado amistad con un joven príncipe llamado Suleimán.
Ese príncipe se convirtió en Solimán el Magnífico. Ibrahim se convirtió en su Gran Visir.
El legado de Ibrahim Pasha en Turquía es de considerable distinción. Mecenas de las artes y la diplomacia, negoció acuerdos comerciales con la Europa católica, introdujo reformas administrativas en Egipto y fue un arquitecto clave de la política exterior otomana. Los diplomáticos venecianos lo apodaron "Ibrahim el Magnífico". Dominaba al menos cinco idiomas y era conocido por su talento musical y sus intereses filosóficos.
Pero en Parga, su memoria es compleja, si es que se reconoce. Si bien los historiadores turcos lo consideran una figura de síntesis cultural y proeza imperial, sus contribuciones al ejército otomano y su conversión al islam ocultan cualquier orgullo local por sus orígenes. El único rastro de su conexión con Parga se encuentra en los libros de registro otomanos. Incluso su regreso —según la mayoría de los relatos, trajo a sus padres a Estambul— fue personal, no público.
Su caída, sin embargo, fue dramática. Estrangulado en 1536 por orden del mismo sultán que una vez lo consideró un hermano, la muerte de Ibrahim fue resultado de las intrigas cortesanas, los celos y la inseparable tensión entre la proximidad al poder y la paranoia que este genera. Su muerte no dejó ningún monumento en Parga, solo una advertencia sobre la ambición y la impermanencia.
En cambio, el legado de Alí Pachá de Ioánina es más difícil de ignorar. Antagonista mucho más directo en el drama histórico de Parga, sus esfuerzos por dominar la región definieron el panorama político de la Grecia occidental a finales del siglo XVIII y principios del XIX. Conocido por su crueldad y astucia, fue temido y admirado a regañadientes.
El papel de Alí Pachá en la historia de Parga culminó con la cesión forzosa de la ciudad por parte de los británicos y el posterior exilio de su población. Pero su influencia ya era más prolongada antes de ese acontecimiento. Sus vínculos diplomáticos con Napoleón Bonaparte y sus intermitentes negociaciones con los británicos demuestran su destreza para manipular las dinámicas de poder europeas. Fue un déspota en el sentido clásico: violento, impredecible, pero innegablemente eficaz.
Sus interacciones con el poeta inglés Lord Byron en 1809 lo acercaron a la conciencia literaria occidental. Byron registró impresiones contradictorias: asombro ante la riqueza de Alí, horror ante su crueldad. Sus intercambios son emblemáticos de la dualidad del Epiro otomano: extravagante y brutal, exotizado y temido.
Hoy, Parga es menos un depósito de ruinas que un palimpsesto viviente. Sus playas —Valtos, Kryoneri, Lichnos— atraen multitudes en verano; sus aguas reflejan el mismo azul jónico que antaño transportaba tanto a comerciantes venecianos como a ciudadanos que huían. Pero su corazón está tierra adentro, en los olivares, las tabernas con menús escritos a mano, los ancianos lugareños que aún cuentan historias que desafían la cronología y la memoria.
El turismo puede ser el motor económico, pero el patrimonio sigue siendo el alma. Las fiestas locales combinan el rito religioso con el orgullo cívico. Las campanas de las iglesias aún repican al anochecer. Los iconos rescatados durante la huida a Corfú de 1819 han, en algunos casos, regresado a casa.
Pasear por Parga hoy es atravesar el tiempo con suavidad, sin dejarse abrumar por él. Sus calles no insisten en su historia, pero tampoco la ocultan. La fortaleza permanece abierta, sus piedras cálidas al sol. El mar continúa su suave asalto al muelle construido por los venecianos. Y sus habitantes —descendientes de quienes se fueron y regresaron— siguen viviendo con la vista puesta tanto en la montaña como en el horizonte.
Al final, Parga perdura no por su belleza de postal ni por su geografía estratégica, sino porque ha aprendido a recordar sin rencor. La ciudad ha absorbido sus contradicciones —las murallas venecianas, los fantasmas otomanos, la resiliencia griega— y ha permitido que moldeen un lugar que no parece suspendido en el tiempo, sino profundamente arraigado en él.
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